Bueno, lo de viejos cacharros es lo que nos parecen ahora; en su día buen resultado dieron, y buenos cientos de miles -o millones- de kilómetros hicieron por carreteras que tampoco eran las de hoy.
Eran aquellos coches de la Guardia Civil de Tráfico -la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil, por dar nombre exacto-, de los que uno generalmente no se asustaba, porque si no era delincuente no tenía nada que temer. Ni siquiera el multazo inmisericorde y alevoso, fundamental objetivo en la actualidad para los que mandan en la Guardia Civil.
En unas carreteras aun no desdobladas en autovía, y sin asomo de lo que luego serían los postes SOS y los más modernos teléfonos móviles, la única esperanza de quien sufría una avería -no digamos ya accidente- era ver aparecer aquellos coches verdes o aquellas motos que recorrían incansablemente el asfalto en busca de quien los hubiera menester. También, por supuesto, denunciaban las infracciones cuando se cometían, que lo cortés no quita lo valiente.
Dos veces -mucho, para lo poco que salía entonces a carretera, que era cuando alguien me llevaba porque aún no tenía edad para sacarme el carnet de conducir- fui testigo de la forma en que aquellos guardias civiles echaban una manita a quien lo necesitaba, se detenían a ayudar sin necesidad de avisarles, se preocupaban por cualquier problema que uno pudiera tener.
Te dabas cuenta, por ejemplo, de que llevabas una rueda pinchada, cosa que entonces ocurría con cierta frecuencia. La cosa sucedía a media noche, porque las desgracias nunca vienen solas. Parabas en el arcén y te disponías a cambiarla cuando veías, con auténtico pavor, que la de repuesto estaba vacía de aire, acaso pinchada también sin que lo supieras. No te quedaba otra que cogerte la rueda bajo el brazo, porque a es
a hora no pasa mucha gente a la que pedir ayuda, y rezar para que aquella gasolinera que un rato antes habías pasado no estuviera de verdad tan lejos como te parecía. En eso ves parar un coche, y ves que baja un guardia civil. En vez de mirarte mal, porque allí hay tres chicos de dieciocho años justos; en vez de comprobar si has puesto los triángulos de aviso a la distancia correcta, si llevas chaleco reflectante homologado, si tienes los papeles del coche a mano, te pregunta si ocurre algo. Les cuentas la historia, y no te echan la bronca por no haberte fijado antes de salir en cómo llevabas la presión de la rueda de repuesto, sino que te dicen que subas al coche con la rueda, te llevan a la gasolinera más cercana, se esperan a que te la arreglen, te acercan de nuevo a tu coche y, encima, te preguntan si necesitas ayuda para ponerla.
Así eran las cosas entonces.
En unas carreteras aun no desdobladas en autovía, y sin asomo de lo que luego serían los postes SOS y los más modernos teléfonos móviles, la única esperanza de quien sufría una avería -no digamos ya accidente- era ver aparecer aquellos coches verdes o aquellas motos que recorrían incansablemente el asfalto en busca de quien los hubiera menester. También, por supuesto, denunciaban las infracciones cuando se cometían, que lo cortés no quita lo valiente.
Dos veces -mucho, para lo poco que salía entonces a carretera, que era cuando alguien me llevaba porque aún no tenía edad para sacarme el carnet de conducir- fui testigo de la forma en que aquellos guardias civiles echaban una manita a quien lo necesitaba, se detenían a ayudar sin necesidad de avisarles, se preocupaban por cualquier problema que uno pudiera tener.
Te dabas cuenta, por ejemplo, de que llevabas una rueda pinchada, cosa que entonces ocurría con cierta frecuencia. La cosa sucedía a media noche, porque las desgracias nunca vienen solas. Parabas en el arcén y te disponías a cambiarla cuando veías, con auténtico pavor, que la de repuesto estaba vacía de aire, acaso pinchada también sin que lo supieras. No te quedaba otra que cogerte la rueda bajo el brazo, porque a es
Así eran las cosas entonces.