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jueves, 15 de septiembre de 2011

Aquellas guerras de entonces.

Leyendo una entrada del blog amigo Radical Libre, me han venido a la memoria las guerras que montábamos entonces los críos.

Tenía por entonces -últimos años 60, primeros 70- tres amigos íntimos, que formábamos inseparable piña. Dos de ellos eran hermanos, y los otros dos éramos hijos únicos, que además habíamos sufrido la desgracia de haber perdido a nuestro padre -cada uno el suyo- a corta edad.

El padre de los dos hermanos era hombre afable, bonachón, nada dado a controversias, ni a discusiones ni a violencia de ningún tipo. Viene esto a cuento de explicar que ninguno de los cuatro amigos habíamos recibido influencias violentas, machistas, belicistas ni leches similares.

Sin embargo, la cabra tira al monte; y nuestros juegos -no había aún ordenadores- eran los de todos los crios del mundo: las guerras. Lo que pasa es que nosotros éramos muy pacíficos -o muy violentos, según se verá-, y en vez de jugar a dispararnos con escopetas de plástico -que también-, o con revólveres de aquellos de pistón -que también, y el olorcillo de la pólvora era perfume delicioso-, o con cerbatanas -que también-, o con arcos y flechas dotadas de ventosa salvadora -que ídem de lienzo-, nosotros nos dedicábamos con preferencia a las grandes batallas, que nos permitían pensarnos generales sobre el campo de batalla lleno de soldaditos de plástico.

Y de cañones. Y los cañones eran lo más especial de nuestros juegos. Porque eso de gritar pum, pum, pum nos aburría, así es que aplicábamos los conocimientos adquiridos en la escuela a fines superiores. Y así, el conocimiento de las propiedades de la materia nos permitía usar gomas elásticas como propulsor, por el simple método de sujetar con ellas un tubo, introducido en otro ligeramente mayor, que al ser soltado disparaba los proyectiles. Los tubos de aspirina, de optalidón o de cualquier otro medicamento nos daba buena provisión; y para los proyectiles, siempre había canicas -o simples bolas de papel- a mano.

Sin embargo, aquello pronto se quedó demasiado infantil. Había que renovarse o cambiar de juegos, e hicimos media de cada. Los cañones pasaron a ser mucho más próximos a la realidad, porque esos mismos tubos de medicamentos podían ser cebados con cabezas de fósforos trituradas, y al arrimarle candela soltaban unos gloriosos cebollazos. A veces el proyectil estaba demasiado ajustado y no salía, y entonces el cañón -a fin de cuentas, de plástico- se quemaba. Pero en toda guerra hay bajas y en toda batalla revienta un cañón.

Lo de los fósforos resultaba caro, y nuestras ansias científicas nos obligaban a mayores logros. Así es que pronto dejamos en paz las cajas de cerillas de cocina de nuestras casas, y nos agenciamos pólvora de verdad. La fórmula, más que sencilla, está al alcance de todos, así es que no la diré. Pero aquello nos puso en órbita.

Casi literalmente, puesto que -consecuencia lógica- al disponer de un buen propelente abandonamos esta mísera Tierra y nos fuímos al espacio exterior. Bien, acaso no convenga exagerar: nos dedicamos a la construcción de cohetes, que si bien nunca llegaron a entrar en órbita, sí que subieron unos cuantos metros, antes de quemarse en el intento.

Con estos antecedentes, cualquiera supondría que aquellos cuatro salvajes habremos terminado en la cárcel, pero lamento desilusionar: ninguno de nosotros ha matado a nadie, ni ha atracado siquiera un banco del parque, ni ha mostrado tendencias belicosas, ni se ha pegado con nadie de mayor, a pesar de una infancia tan distante del ideal pedagógico progresista y memo.